Azules son las almas.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Personajes del barrio

"Soy el chancha", dijo cuando se presentó. Era uno de los tantos que vendía falopa en el barrio. Habló con una confianza traía puesta y en menos de cinco minutos de charla mostró ahí, en la vía pública, los tres "corchazos" que la policía le había metido. El domingo estaba por despertarse, el cielo empezaba a aclarar y los jubilados sacaban a pasear al perro. A mí y al amigo que tenía a mi lado, con el que estaba charlando en el escalón de entrada de una vieja casa de altas puertas de madera pesada. en el barrio en el que vivía.

Se creía único y especial, miraba levantando la pera y con movimientos mandibulares que hacían difícil comprender algunas de las frases que expresaba. Era igual al resto de los barriletes; su postura, sus movimientos, su físico. De espalda ancha, y orgullosa panza, el cuerpo forjado a base de asado dominguero, futbol 5 con amigos,  cervezas diarias; y aderezos esporádicos en las noctámbulas de bajo flores. Tenía un dragón mal pintado en el brazo y en el dedo un anillo que hacía rodar con su otra mano. Y un pucho. El corte de pelo obedecía más a una moda adolescente y el vocabulario a un colegio apenas terminado. El shorcito de futbol era largo, la chomba estaba gastada, agujereada, manchada y las zapatillas de lona blanca rotas ya tenían la suela demasiado caminada.

Demasiada noche habían visto esos ojos y vaya uno a saber qué químicos funcionaron en su cabeza cuando decidió sentarse a charlar con aquellos dos pendejos de quince o dieciséis años, simplemente para jactarse de su turbulenta historia.

No nos pretendía como compradores, quería seguir haciéndose conocido y que su apodo resonara cada vez más en las bocas de los pibes. Quería sociabilizar, por eso no se violentó cuando los maleducados le cortamos el mambo en seco.

Quería impresionar, por eso nos intimidó comentando que tenía una itaca y una escopeta, que se había agarrado con la cana varias veces saliendo de la cancha, y que en la villa lo conocen todos y camina tranquilo -contaba como si fuese algo que no se escuchara seguido en la zona-.
La inconciencia y la sorpresa fueron el origen de nuestras respuestas. Se cansó, propuso tomar un vino en la ESSO -todavía se podía comprar vino en caja en una estación de servicio a la noche- y amablemente le dijimos que su camino y el nuestro no marcaba los mismos pasos mucho tiempo más.

Entendió que no eramos del mismo palo, nos miró sin entender por qué no estábamos obnubilados con la posibilidad de pasear un rato con él. Nosotros no entendíamos que había pasado. "Cuando quieran comprar, yo paro allá... en el taller de acá a dos cuadras" donde -aclaró después- tenía la itaca y la escopeta. El chancha se levantó del escalón donde se hacía acomodado junto a nosotros y se fue alejando con la paz de quien todavía no va a acabar la noche, y ya estaba amanecido el día.

El taller todavía está, jamás supe si vendían o no, y del chancha volví a escuchar una o dos anécdotas que el tiempo lo diluyó entre otras y jamás lo volví a ver.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Colores imperceptibles

El tipo tenía la piel demasiado curtida por el sol, la lluvia, el viento, el polvo, la mugre,por la ciudad y la intemperie y todo lo que eso conlleva.También tenía el pelo muy sucio, unido en rastas que domaba con un gorro descolorido y roto. La tupida barba terminaba de cubrirle rostro callado que se movía tímido. Todo su cuerpo era de lentos movimientos. Tal vez el cansancio de demasiada mala vida, sin más expectativa que acercarse paso a paso a la muerte irremediable con nulas posibilidades de una vida mejor lo hacían moverse entre los hombres sintiéndose un extraño.
Cargaba dos bolsas de un nylon grueso gastadas y agujereadas, pero esas bolsas no son fáciles de conseguir. Eran bolsas preciadas, porque dentro tenían todo lo que iba quedándole del transcurrir, de lo que le iba ganando a las experiencias que lo atravesaban.
Cuidaba sus pocas cosas y trataba esporádicamente, estar prolijo. Se entristecía en esos momentos, eran pocos, prestaba tanta atención a sí mismo. Sin darse cuenta estaba tratando de acomodarse la campera que tenía sobre la otra campera, que estaba sobre el pullover escote en V raído que vestía y debajo traía un par de remeras. El frío igualmente le calaba los huesos y el viento encontraba por donde colarse hasta la envolverle el estómago y la espalda.
De repente al mirarse se daba cuenta de que su ropa jamás iba a ser cómoda, que el olor que despedía era penetrante y hediondo y que le hubiese gustado tener una camisa y no esas remeras.
Volvía a caminar, despacio, arrastrando el zapato y la zapatilla que lo calzaban, mirando al frente sólo para no llevarse a nadie por delante. Caminaba por hacer más rápida la espera de su muerte. Alguna persona le regalaba comida, otro le arrojaba una moneda o un billete cuando lo veía sentado en la calle. El siempre agradecía con pocas palabras, las justas, tratando de hacer notar su buena educación. En los momentos de silencio nocturno en una tranquila soledad, tal vez en alguna iglesia se lavaba la cara, se sacaba la tierra y el ollín que le impregnaban lo poco que se veía de sus cachetes, tal vez un poco de la frente. Se miraba fijamente en el espejo, se entristecía. El olor del pelo no se iba. Apoyaba las manos en el lavabo, acercaba el rostro a su reflejo, con la lengua sentía los pocos dientes que aún se aferraban a las encías y trataba de recordar, cuando fue la última vez que alguien le mencionó la belleza de sus ojos verdes.

jueves, 19 de septiembre de 2013

La lágrima

Cada noche frente al espejo se saca con un algodón la brillantina de los ojos. Mira fijamente el reflejo de sus pupilas, "las ventanas del alma", recuerda el final de la frase mientras restriega. Ve negro en las pupilas y verde en sus iris, y mucho rojo de ojos cansados e irritados.  No entiende por qué hablan de ventanas. Pero tampoco se anima a contradecir. Jamás la toman en serio.
Se saca los maquillajes y se despinta los labios que hace parecer tan gruesos. Deja las pulseras de una sola vez todas juntas. Las gruesas y las finas, las macizas y las frágiles, las caras y las baratas pero llamativas, que cuelgan durante el día en su muñeca izquierda. Y los anillos, pequeños, delgados y llenos de plásticos que imitan piedras preciosas tan, tan baratos que debe de cambiar asiduamente, porque se doblan o se parten o se oxidan o se despintan.
Cada dos o tres días se despinta las uñas, lo hace cuando se da cuenta de que ya el barniz no tiene más purpurina o lo ve mucho más opaco de lo que era al colocárselo.
Sin preocupación deja caer las ropas que la visten con una canción de Arjona o Montaner sonando desde su computadora, pasa demasiadas horas frente a ella, es la mejor manera de escapar al contacto cara a cara. Y le funciona tan bien que cuando tiene que enfrentarse a las personas sin un teclado de por medio trata de esconderse tras de sí misma, con vergüenza cuando se da cuenta de que se sobre excita y actúa como si fuese una niña.
La música no le importa, pero la prefiere antes que al silencio, y las letras siempre le parecieron "lindas". Tararea, seguramente no se de cuenta de que lo hace.
Entra a su ducha de agua casi hirviendo y allí se queda unos minutos, esperando que ese momento se lleve "la mugre del día", sale mucho más relajada.
Antes del pijama, antes de la cama y el sueño reparador, en el camino entre el baño y el cuarto, todas las noches se detiene un instante desnuda frente al espejo. Se contempla. Sólo un instante.
Vuelve a vestirse, se acuesta y duerme casi inmediatamente.
Sin excepción y segundos antes de dormirse, una lágrima rueda por su mejilla hasta la almohada.

martes, 27 de agosto de 2013

Que las cosas sean, pues.

¿Acaso tú te das cuenta cómo suceden las cosas? No hay que ser necio, no hay que mirar al costado cuando la realidad se te apresenta y se te muestra desnuda. Así tal y como es, con sus imperfecciones y sus atractivos detalles.
Hay que ir más allá, entender que lo que tenemos enfrente lo vemos encuadrado en nuestras convenciones. Nos enseñaron que dos más dos son cuatro y que una oración tiene sujeto verbo y predicado, y pues, así sin más, nosotros nos movemos dentro de estructuras, como carreteras, conduciendo por la derecha al igual que el resto para funcionar en conjunto.
Y en realidad la realidad tiene muchísimos más colores, hay que desprenderse de las estructuras para entenderlos, dejar que vuele la imaginación, expandir los límites, abrir las puertas de la percepción. Tantos brujos, chamanes, tantos misterios y casualidades, no hay más que creer que las camisas pueden usarse sin abotonarse hasta el último botón. No hay más que entender que todo está relacionado, como la mariposa y el huracán. Tanto así, o tal vez no tanto, pero mucho. No pueden darse las coincidencias tan así porque sí, lo que sucede en el mundo ha de ser como el inconsciente del ser humano, pero más grande, el inconsciente del universo que dispara y activa situaciones y momentos, acciones y reacciones para que las cosas se den.
Todo pasa por algo, todo tiene energía, todo se conecta, todo se transforma.
Todos tenemos a alguien conocido a quien nos cruzamos alguna vez por la calle, con la cantidad de gente que camina por las ciudades y nosotros nos cruzamos a esa persona, y la vemos, y charlamos y nos deja reflexionando, o lo dejamos reflexionando. Eso no puede ser una casualidad, eso tiene una razón de ser.
A todos alguna vez nos ha sucedido que el universo nos pone a prueba, y pues ahí mismo es donde debemos darnos cuenta de quienes somos, si el desafío aparece, es para afrontarlo con el pecho bien inflado, sino no es un desafío y nosotros no tenemos nada que probar. Pero si ahí el desafío está y no nos animamos a atravesarlo, entonces pues es mejor morirse como una rana que jamás se preocupó por saber que hay más allá de su charco. Pues que te mueras cuando el charco se seque y seas feliz. Te mueres en tus ocho horas diarias, en tu serie favorita repetida mil veces, en tus vacaciones de quince días y en tu loca aventura de conocer una vez, un lugar lejano y contarlo pues.
Si eres una rana que no se aleja de su charco, pues te ahogas en la mediocridad, por no tener los huevos para afrontar los desafíos, y pues, si tu sabes que puedes afrontarlos - y puedes porque por eso es un desafío y no una estúpida idea-, y tu sabes que lo puedes superar -y puedes, misma razón que antes-, entonces es el miedo el que te paraliza, con todo el universo a tu favor porque el te pone en donde estás. No seas entonces, además de mediocre, cobarde y obtuso, entrégate al juego, salta al vacío, une los cables, mira donde no hay nada para encontrar el brillante. Que no te de vergüenza cantar que dos más dos pueden ser tres, que el mundo puede no ser como lo ves... y que las oraciones no siempre tienen sujeto y verbo y predicado.

Marcos Caminante


lunes, 26 de agosto de 2013

Simerio y su lluvia.

Bajo la lluvia andaba Simerio, caminaba de a pasos pequeños pero firmes, sentía el suelo mojado bajo sus pies. Las gotas le golpeaban la cabeza, lo empapaban poco a poco y se escurrían por la nuca y el cuello hasta helarle la espalda. Los charcos entraban por las zuelas agujereadas y el viento se filtraba por donde la ropa hacía caer sus barreras.
Simerio respiraba mojado y con las manos en los bolsillos, no se preocupaba porque al cuerpo le bajara la temperatura, se preocupaba por sentir como aquella sensación lo invadía. Por momentos, mientras continuaba con su paso seguro, cerraba sus ojos y se concentraba en cada parte de sí mismo, cada una de ellas individualmente. Sentía la piel de sus manos arrugándose, sus pies chapoteando en las medias ahogadas dentro de los zapatos rotos. Sentía la camisa pegándose a su pecho, a su espalda. Simerio caminaba bajo la lluvia porque le daba placer. Alguna vez algún paspado que se creía simpático se burlaba en el ascensor cuando él, ante la pregunta primera, contaba que salía a la lluvia por propia iniciativa. La sonrisa de esos chistes jamás encontraban complicidad. Entonces llegaba a su casa, se quitaba las ropas húmedas, se daba un baño caliente, se preparaba un té con limón.
Cierra los ojos, escucha un disco, la lluvia ya no está, la tasa caliente le reconforta las manos, el aroma del té le entibia los pulmones y la música lo hace disfrutar. La tormenta continúa tras su ventana, las gotas golpean el vidrio, y él... ya está cómodo en su hogar.

martes, 23 de julio de 2013

Imaginario

Él era un tipo extraño, estremecedor. Sus acciones y sus reacciones siempre me dejaron sorprendido, y no de la manera más grata... ni simpática ni entretenida. Lo que hacía generaba miedo.
Guardaba una petaca en el bolsillo de su saco gris y negro y  jamás la tenía vacía. Tampoco su cigarrera, siempre cargada y acompañada de un viejo encendedor zippo que tenía grabada una estrella y una inscripción en latín, él siempre había sido un tipo extraño.
Alguna vez hace muchos años me lo crucé en un casino, era una noche en la que desesperado decidí entregar mi destino al azar y fui a tratar de obtener dinero en las mesas de ruleta.
Apareció tan solo un momento, cuando yo ya había apostado la mitad de mi todo al quince. Apareció por detrás mío, miró desde cerca, me preguntó cuál había sido mi apuesta, antes de que hablara podía escuchar como el aire que salía de su nariz aguileña se entreveraba con el tupido bigote crecido y despeinado. Tenía una boina vieja, una barba que no era, de algunos días de crecimiento descuidado y el espacio interdental negro.
Mis nervios no me permitieron más que decir el número, tembloroso. Levantó las cejas, corrió los labios hacia atrás, la bola aún giraba y el croupier todavía permitía apuestas.
-Lástima- Dijo. -En esta sale el siete... en la que viene sale el quince.- Me golpeó la espalda, me miró fijo a los ojos. Sonrió y se fue sin saludar. Yo todavía no terminaba de entender cuando escuché el anuncio “no va maaaaas.......  colorado el siete”. No dudé, mi último cincuenta por ciento fue al quince y de allí me retiré con casi todo el dinero que necesitaba para saldar mis deudas, pero con las ganas insatisfechas y la tentación de una apuesta más a flor de piel. 
A él no lo ví por un tiempo después de eso. Siempre se sentaba medio alejado de todos en el aula del colegio nocturno que compartíamos. Siempre hablando con gente que yo no conocía. Yo jamás le presté mucha atención; pero cruzábamos algunas miradas como si tuviese algo para decirme y esperara que yo me acercara.
Una vez en el patio decidí abordarlo. Iba a ir a pedirle fuego para comenzar a conversar y cuando estaba acercándome vi que guiñó el ojo a un lugar que noté vacío y saludó, como despidiéndose.
Antes de preguntar si me convidaba fuego, intrigado por aquel acto extraño le pregunté a quien se dirigía y su respuesta me dejó perturbado. Desde su baja estatura me respondió soberbio. -A nadie- afirmó... pero lo hizo levantando las cejas, sonriendo lentamente, mirándome fijo a los ojos desde lo más profundo de su mirada de ojos negros y espacios interdentales sucios. 
No sé como explicar que en su respuesta noté que me estaba diciendo también que me mentía, pero que no podía decirme la verdad porque iba a ser demasiado extraña, esperaba que yo me diese cuenta de eso, que yo sabía que esa iba a ser su respuesta y que esa respuesta no era cierta. Esa mirada implicaba casi un desafío “creéme y sé un idiota más, o no me creas y atentete a las consecuencias”
Yo lo miré fijo, con mi cigarro apagado en la mano mientras él jugaba con la llama de su zippo. Casi pregunto de nuevo a quien había saludado, o por qué lo había hecho. En ningún momento abandonó esa sonrisa que esconde la malicia de un mensaje que no se dio. Tal vez a otro se la hubiese sacado de un cachetazo, pero por alguna extraña razón a él se la permitía casi intimidado.
Alguien gritó mi nombre desde otro punto unos metros a mi derecha en aquel gigantezco patio. Lo miré fijo y extrañado por un momento y sin decir más nada me alejé con mi cigarrillo y sin lúbre para encenderlo. Me fui a hablar de lo que había explicado el profesor antes de que sonara la campana del recreo.
Ese tipo me da escalofríos, y lo que más me perturba es que cuando lo menciono no lo conocen, cuando lo quiero señalar no está, y cuando preguntó por él, nadie sabe de quién estoy hablando.